En Sant Jordi, una rosa para Beatriz

Pepe Garcia


Publicat: el 23/abr/13
Opinió| Columnes

Mi familia siempre ha sido matriarcal, una familia de mujeres, una casa llena de mujeres que me enseñaron valores como el respeto y la igualdad. Mis hermanas, mi madre, mi abuela, algunas primas y las amigas de todas ellas que dia sí dia no, con cualquier excusa, venían de visita y se quedaban a dormir los fines de semana o la semana entera.

Así que cuando llegaba Sant Jordi, con sus rosas y sus libros, todas las mujeres de la familia me llenaban de libros a miles, y yo tenia que gastar la paga del mes que me daba mamá en comprar rosas para todas... Pero la rosa mas especial que yo regalé en mi adolescencia fue para Beatriz.

Beatriz era una de las chicas que se ocupaban de las tareas de la casa y, por orden de mama, de controlarme y tenerme vigilado a mí y a la banda de cafres de mis amigos, para según mi familia que no cometiéramos lo que ellas llamaban 'locuras de machitos adolescentes', como bajar la Arrabasada a tumba abierta en bicicletas sin frenos, que nosotros mismos construíamos con piezas de desguazases que le quitábamos a un chatarrero de la carretera de Rubí .

Beatriz (o Bea, como la llamábamos) era risueña, bonita y pecosilla, de melena suave, larga y lisa. Bea pasaba gran parte de las vacaciones de verano con nosotros en la casa de la playa.

Bea, sueños de adolescencia, de paseos por la calles del pueblo costero, de sentarnos en el cine de verano devorando el helado de chocolate y pasas que me compraba.

Bea, deseos inconfesables que solo compartía con la pandilla de amigos de todos los veranos, y el presumir que yo pasaba las noches en su cama, cuando habían tormentas que a ella le daban mucho miedo con sus truenos y relámpagos, y entonces me decía si podía quedarme en su habitación, y yo no dormía en toda la noche contemplando su dulce sueño y su largo y perezoso despertar con un tierno beso en la mejilla, que me ofrecía por haberla ayudado a no pasar en solitaria la oscura noche con los monstruos de la tormenta.

Con ella los días de veranos eran más maravillosos, a pesar de que mamá le decía que no me consintiera caprichos innecesarios y que si me tenía que castigar lo hiciese.

Aquellos veranos en la casa de la playa no hubiesen sido lo mismo sin Bea, sin su juventud despierta de veintitrés años, sin sus charlas de universitaria de la carrera de medicina que estudiaba y que yo aprovechaba para en algunas ocasiones decirle que me dolía en el pecho o en el estómago. Y ella después de unos mimos y un vaso de manzanilla con miel me tenia curado para toda la semana.

Bea me enseño a amar la pintura, con ella di mis primeros pasos, esos primeros dibujos del mar, sus oleajes, sus rocas y acantilados, sus barcos y sus cielos.

Yo entonces no admitía las bromas que sobre Bea hacían mis amigos, que si estaba buenísima, que era un suertudo de tener aquella chica metida en casa, lo cual me hacía enfadar y acabábamos con unas peleas de campeonatos, con golpes, cardenales y moratones que pasadas unas horas ya habíamos olvidados al llegar la merienda de la tarde que Bea nos preparaba, mientras nos quedábamos embobados mirándola como nadaba en la piscina de casa.

Bea, rompió en mí la niñez, me enseñó el camino de los deseos sin decírmelo, acarició mi corazón y lo llenó de sueños.

Mamá decía que aquel verano estaba raro, y lo achacaba a que estaba en la edad de los adolescentes. Ya no la acompañaba a ir de tiendas ni a la playa, y solo esperaba a que Bea terminase sus tareas en la casa para preguntarle si quería que fuese con ella a hacer los recados que mama le mandaba.

Con ella sucumbí a la fragancia del aroma que desprenden las cosas prohibidas, con Bea toqué la frontera que nunca más me haría volver atrás. Fue mi amiga, mi amor platonico en secreto, mi primer beso clandestino en los labios que le robé un día aquel verano y por el cual tuve que salir corriendo con ella pisándome los talones.

Y un día, un día que no recuerdo, se fue. Se marchó de nuestras vidas, de la mía, porque para mamá Bea era la asistenta, la chica que cuidaba de mí cuando ella no estaba.

Bea se fue de mi vida, como esas nubes solitarias que en los días de sol en la playa cruzan el cielo y nos protegen momentáneamente del calor con su sombra. A Bea me la encontré en la calle de un pueblo costero pasados veinte años, yo iba con Katherine, entonces última novieta, rubita francesa tostada al sol enamorada de la sangria que apenas chaspurreaba algo de nuestro idioma. Bea me presentó a sus dos hijos pequeños y a un marido bigotón y barrigudo, pero ella no había cambiado, ni su mirada, ni su ternura, ni su melena, ni mi amor platónico de niño por ella.

Ahora que no esta Bea, que hace tiempo infinito se fue con su magia y su encanto, siempre en Sant Jordi hay una rosa que me sabe a ella, que me sabe a Beatriz.

PEPE GARCIA és membre de CCOO