Cuando hablar en catalán era recibir golpes

Pepe Garcia


Publicat: el 12/des/12
Opinió| Columnes

¡Diós! ¡Cómo dolía el daño que producía la badana... aquella badana con la que el cura falangista golpeaba a los chavales!

A los más afortunados sólo nos daban un par de hostiones en la cara que nos tumbaban de espaldas cuando el páter del campamento Jaime I, situado en Castellón, nos oía hablar en catalán. Después, a los que éramos de la provincia de Barcelona, unos cuantos chavales no mayores de 12 años, nos enviaban castigados sin salir de la tienda de campaña durante todo un día, sólo con derecho a beber agua de un botijo y a la merienda de las cinco de la tarde: pan con chocolate duro y negro como el carbon. Un día, un santo, largo e infinito día, en los que nos recomendaban que rezáramos y pidiéramos perdón por la tal blasfemia que habíamos cometido y en la que habíamos aprendido a ser mudos si no queriamos seguir recibiendo golpes como un saco de boxeo.

Pero aquellas hostias no eran nada comparado con lo que sufrían los chicos que venían de pueblos perdidos en las montañas situados en Gerona o Lérida, puesto que ellos a penas hablaban en castellano. Entonces el cura al que llamábamos el oso (por lo grande que era y por cómo olía a sudor rancio y seco), cuando oía a los chicos hacerse bromas entre ellos y hablar la lengua que llamaban del extrangero, entonces los ponía en fila india, sacaba una badana gruesa y dura como una correa de cinturón (que usaba para afilar su cuchilla de afeitar) la levantaba lentamente y la dejaba caer con fuerza sobre las nalgas del primero de los chavales. Y así hasta tres veces. El primer latigazo era como sentir un crujido que te recorria la columna vertebrar en un chasquillo que quemaba; el segundo golpe era como si nos metiesen un dedo en una herida abierta y apretasen; con el tercer golpe de badana quemaba y abrasaba como poner la mano en el fuego sin posibilidad de poder apartarla.

Los más duros de los chicos aguantaban las lágrimas hasta el segundo golpe, pero al tercero nadie aguantaba: todos nos derrumbábamos en el suelo cuando el cura golpeaba con más rabia y saña. Y así fueron pasando aquellos insufribles y malditos 15 días en un lugar al lado de la playa de Castellon. Hasta que me vinieron a buscar las encargadas de recogerme. Dos amigas mías y de mis padres de Sant Cugat, Merche y Rosa Angles, llegaron en su Citröen de dos caballos y al verlas aparecer por allí, el corazón se me salía del pecho. No perdí tiempo ni en recoger algunas de las cosas que llevaba en la bolsa de viajes cuando llegué, sólo quería irme y olvidar aquel lugar, aquel sitio de cantos a la madre patria, himnos, vivas y vitores, de rezos, de duchas frías y heladas por la mañana y de pasar hambre. Después de esto nunca más volví a campamentos de verano.

40 años después siguen habiendo personajes analfabetos emocionales que vuelven a resucitar el odio a la lengua catalana.


PEPE GARCÍA és membre de CCOO